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Der Froschkönig oder der eiserne Heinrich, (Обществено достояние)
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, (Обществено достояние)
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  1. — Добавяне

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История

  1. — Добавяне

En aquellos tiempos, cuando se cumplían todavía los deseos, vivía un rey, cuyas hijas eran todas muy hermosas, pero la más pequeña era más hermosa que el mismo sol, que cuando la veía se admiraba de reflejarse en su rostro. Cerca del palacio del rey había un bosque grande y espeso, y en el bosque, bajo un viejo lilo, había una fuente; cuando hacía mucho calor, iba la hija del rey al bosque y se sentaba a la orilla de la fresca fuente; cuando iba a estar mucho tiempo, llevaba una bola de oro, que tiraba a lo alto y la volvía a coger, siendo este su juego favorito.

Pero sucedió una vez que la bola de oro de la hija del rey no cayó en sus manos, cuando la tiró a lo alto, sino que fue a parar al suelo y de allí rodó al agua. La hija del rey la siguió con los ojos, pero la bola desapareció, y la fuente era muy honda, tan honda que no se veía su fondo. Entonces comenzó a llorar, y lloraba cada vez más alto y no podía consolarse. Y cuando se lamentaba así, la dijo una voz:

—¿Qué tienes, hija del rey, que te lamentas de modo que puedes enternecer a una piedra?

Miró entonces a su alrededor, para ver de dónde salía la voz, y vio una rana que sacaba del agua su asquerosa cabeza:

—¡Ah! ¿eres tú, vieja azotacharcos? —la dijo—; lloro por mi bola de oro, que se me ha caído a la fuente.

—Tranquilízate y no llores —la contestó la rana—; yo puedo sacártela, pero ¿qué me das, si te devuelvo tu juguete?

—Lo que quieras, querida rana —la dijo—; mis vestidos, mis perlas y piedras preciosas y hasta la corona dorada que llevo puesta.

La rana contestó:

—Tus vestidos, tus perlas y piedras preciosas y tu corona de oro no me sirven de nada; pero si me prometes amarme y tenerme a tu lado como amiga y compañera en tus juegos, sentarme contigo a tu mesa, darme de beber en tu vaso de oro, de comer en tu plato y acostarme en tu cama, yo bajaré al fondo de la fuente y te traeré tu bola de oro.

—¡Ah! —la dijo—; te prometo todo lo que quieras, si me devuelves mi bola de oro.

Pero pensó para sí: «¡Cómo charla esa pobre rana! Porque canta en el agua entre sus iguales, se figura que puede ser compañera de los hombres.»

La rana, en cuanto hubo recibido la promesa, hundió su cabeza en el agua, bajó al fondo y un rato después apareció de nuevo, llevando en la boca la bola, que arrojó en la yerba. La hija del rey, llena de alegría en cuanto vio su hermoso juguete, le cogió y se marchó con él saltando.

—¡Espera, espera! —la gritó la rana—. Llévame contigo; yo no puedo correr como tú.

Pero de poco la sirvió gritar lo más alto que pudo, pues la princesa no la hizo caso, corrió hacia su casa y olvidó muy pronto a la pobre rana, que tuvo que quedarse en su fuente.

Al día siguiente, cuando se sentó a la mesa con el rey y los cortesanos, y cuando comía en su plato de oro, oyó subir una cosa, por la escalera de mármol, que cuando llegó arriba, llamó a la puerta y dijo:

—Hija del rey, la más pequeña, ábreme.

Se levantó la princesa y quiso ver quién estaba fuera; pero, en cuanto abrió, vio a la rana en su presencia. Cerró la puerta corriendo, se sentó en seguida a la mesa y se puso muy triste. El rey al ver su tristeza la preguntó:

—Hija mía, ¿qué tienes? ¿hay a la puerta algún gigante y viene a llevarte?

—¡Ah, no! —contestó—; no es ningún gigante, sino una fea rana.

—¿Qué te quiere la rana?

—¡Ay, amado padre! Cuando estaba yo ayer jugando en el bosque, junto a la fuente, se me cayó al agua mi bola de oro. Y como yo lloraba, fue a buscarla la rana, después de haberme exigido promesa de que sería mi compañera; pero nunca creí que pudiera salir del agua. Ahora ha salido ya y quiere entrar.

Entre tanto llamaba por segunda vez diciendo:

—Hija del rey, la más pequeña,

ábreme;

¿no sabes lo que me dijiste ayer

junto a la fría agua de la fuente?

Hija del rey, la más pequeña,

ábreme.

Entonces dijo el rey:

—Debes cumplirla lo que la has prometido, ve y ábrela.

Fue y abrió la puerta y entró la rana, yendo siempre junto a sus pies hasta llegar a su silla. Se colocó allí y dijo:

—Ponme encima de ti.

La niña vaciló hasta que lo mandó el rey. Pero cuando la rana estuvo ya en la silla:

—Quiero subir encima de la mesa —y así que la puso allí, dijo—: Ahora acércame tu plato dorado, para que podamos comer juntas.

Hízolo en seguida; pero se vio bien que no lo hacía de buena gana. La rana comió mucho, pero dejaba casi la mitad de cada bocado. Al fin dijo:

—Estoy harta y cansada, llévame a tu cuartito y échame en tu cama y dormiremos juntas.

La hija del rey comenzó a llorar y receló que no podría descansar junto a la fría rana, que quería dormir en su hermoso y limpio lecho. Pero el sapo se incomodó y dijo:

—No debes despreciar al que te ayudó cuando te hallabas en la necesidad.

Entonces la cogió con sus dos dedos, la llevó y la puso en un rincón. Pero en cuanto estuvo en la cama, se acercó la rana arrastrando y la dijo:

—Estoy cansada, quiero dormir tan bien como tú; súbeme, o se lo digo a tu padre.

La princesa se incomodó entonces mucho, la cogió y la tiró contra la pared con todas sus fuerzas.

—Ahora descansarás, rana asquerosa.

Pero cuando cayó al suelo la rana se convirtió en el hijo de un rey con ojos hermosos y amables, que fue desde entonces, por la voluntad de su padre, su querido compañero y esposo y la refirió que había sido encantado por una mala hechicera y que nadie podía sacarle de la fuente más que ella sola y que al día siguiente se marcharían a su país.

Entonces durmieron hasta el otro día y en cuanto salió el sol se metieron en un coche tirado por siete caballos blancos que llevaban plumas blancas en la cabeza y tenían por riendas cadenas de oro; detrás iba el criado del joven rey, que era el fiel Enrique. El fiel Enrique se afligió tanto cuando su señor fue convertido en rana, que se había puesto tres varillas de hierro encima del corazón para que no saltase del dolor y la tristeza. Pero el joven rey debía hacer el viaje en su coche: el fiel Enrique subió después de ambos, se colocó detrás de ellos e iba lleno de alegría por la libertad de su amo. Y cuando hubieron andado un poco del camino oyó el hijo del rey una cosa que sonaba detrás, como si se rompiera algo. Entonces se volvió y dijo:

—¿Enrique, se ha roto el coche?

—No señor, no se rompió,

es tan solo una varilla

de las que en mi corazón

para impedir se saltase

por la pena y el dolor

puse, mientras en la fuente

estabais, cual rana, vos.

Todavía volvió a sonar otra vez y otra vez en el camino y el hijo del rey creía siempre que se rompía el coche, y eran las varillas que saltaban del corazón del fiel Enrique porque su señor era libre y feliz.

Край

In den alten Zeiten, wo das Wünschen noch geholfen hat, lebte ein König, dessen Töchter waren alle schön, aber die jüngste war so schön, daß die Sonne selber, die doch so vieles gesehen hat, sich verwunderte so oft sie ihr ins Gesicht schien. Nahe bei dem Schlosse des Königs lag ein großer dunkler Wald, und in dem Walde unter einer alten Linde war ein Brunnen: wenn nun der Tag recht heiß war, so ging das Königskind hinaus in den Wald und setzte sich an den Rand des kühlen Brunnens: und wenn sie Langeweile hatte, so nahm sie eine goldene Kugel, warf sie in die Höhe und fieng sie wieder; und das war ihr liebstes Spielwerk.

Nun trug es sich einmal zu, daß die goldene Kugel der Königstochter nicht in ihr Händchen fiel, das sie in die Höhe gehalten hatte, sondern vorbei auf die Erde schlug und geradezu ins Wasser hinein rollte. Die Königstochter folgte ihr mit den Augen nach, aber die Kugel verschwand, und der Brunnen war tief, so tief daß man keinen Grund sah. Da fieng sie an zu weinen und weinte immer lauter und konnte sich gar nicht trösten. Und wie sie so klagte, rief ihr jemand zu „was hast du vor, Königstochter, du schreist ja daß sich ein Stein erbarmen möchte.“ Sie sah sich um, woher die Stimme käme, da erblickte sie einen Frosch, der seinen dicken häßlichen Kopf aus dem Wasser streckte. „Ach, du bists, alter Wasserpatscher,“ sagte sie, „ich weine über meine goldene Kugel, die mir in den Brunnen hinab gefallen ist.“ „Sei still und weine nicht“, antwortete der Frosch, „ich kann wohl Rath schaffen, aber was gibst du mir, wenn ich dein Spielwerk wieder heraufhole“? „Was du haben willst, lieber Frosch,“ sagte sie, „meine Kleider, meine Perlen und Edelsteine, auch noch die goldene Krone, die ich trage.“ Der Frosch antwortete „deine Kleider, deine Perlen und Edelsteine, und deine goldene Krone, die mag ich nicht: aber wenn du mich lieb haben willst, und ich soll dein Geselle und Spielkamerad sein, an deinem Tischlein neben dir sitzen, von deinem goldenen Tellerlein essen, aus deinem Becherlein trinken, in deinem Bettlein schlafen: wenn du mir das versprichst, so will ich hinunter steigen und dir die goldene Kugel wieder herauf holen.“ „Ach ja,“ sagte sie, „ich verspreche dir alles, was du willst, wenn du mir nur die Kugel wieder bringst.“ Sie dachte aber „was der einfältige Frosch schwätzt, der sitzt im Wasser bei seines Gleichen und quackt, und kann keines Menschen Geselle sein.“

Der Frosch, als er die Zusage erhalten hatte, tauchte seinen Kopf unter, sank hinab und über ein Weilchen kam er wieder herauf gerudert, hatte die Kugel im Maul und warf sie ins Gras. Die Königstochter war voll Freude, als sie ihr schönes Spielwerk wieder erblickte, hob es auf und sprang damit fort. „Warte, warte,“ rief der Frosch, „nimm mich mit, ich kann nicht so laufen wie du.“ Aber was half ihm daß er ihr sein quack quack so laut nachschrie als er konnte! sie hörte nicht darauf, eilte nach Haus und hatte bald den armen Frosch vergessen, der wieder in seinen Brunnen hinab steigen mußte.

Am andern Tage, als sie mit dem König und allen Hofleuten sich zur Tafel gesetzt hatte und von ihrem goldenen Tellerlein aß, da kam, plitsch platsch, plitsch platsch, etwas die Marmortreppe herauf gekrochen, und als es oben angelangt war, klopfte es an der Thür und rief „Königstochter, jüngste, mach mir auf.“ Sie lief und wollte sehen wer draußen wäre, als sie aber aufmachte, so saß der Frosch davor. Da warf sie die Thür hastig zu, setzte sich wieder an den Tisch, und war ihr ganz angst. Der König sah wohl daß ihr das Herz gewaltig klopfte und sprach „mein Kind, was fürchtest du dich, steht etwa ein Riese vor der Thür und will dich holen?“ „Ach nein,“ antwortete sie, „es ist kein Riese, sondern ein garstiger Frosch.“ „Was will der Frosch von dir?“ „Ach lieber Vater, als ich gestern im Wald bei dem Brunnen saß und spielte, da fiel meine goldene Kugel ins Wasser. Und weil ich so weinte, hat sie der Frosch wieder heraufgeholt, und weil er es durchaus verlangte, so versprach ich ihm er sollte mein Geselle werden, ich dachte aber nimmermehr daß er aus seinem Wasser heraus könnte. Nun ist er draußen und will zu mir herein.“ Indem klopfte es zum zweitenmal und rief

„Königstochter, jüngste,

mach mir auf,

weißt du nicht was gestern

du zu mir gesagt

bei dem kühlen Brunnenwasser?

Königstochter, jüngste,

mach mir auf.“

Da sagte der König „was du versprochen hast, das mußt du auch halten; geh nur und mach ihm auf.“ Sie gieng und öffnete die Thüre, da hüpfte der Frosch herein, ihr immer auf dem Fuße nach, bis zu ihrem Stuhl. Da saß er und rief „heb mich herauf zu dir.“ Sie zauderte bis es endlich der König befahl. Als der Frosch erst auf dem Stuhl war, wollte er auf den Tisch, und als er da saß, sprach er „nun schieb mir dein goldenes Tellerlein näher, damit wir zusammen essen.“ Das that sie zwar, aber man sah wohl daß sies nicht gerne that. Der Frosch ließ sichs gut schmecken, aber ihr blieb fast jedes Bißlein im Halse. Endlich sprach er „ich habe mich satt gegessen, und bin müde, nun trag mich in dein Kämmerlein und mach dein seiden Bettlein zurecht, da wollen wir uns schlafen legen.“ Die Königstochter fieng an zu weinen und fürchtete sich vor dem kalten Frosch, den sie nicht anzurühren getraute, und der nun in ihrem schönen reinen Bettlein schlafen sollte. Der König aber ward zornig und sprach „wer dir geholfen hat, als du in der Noth warst, den sollst du hernach nicht verachten.“ Da packte sie ihn mit zwei Fingern, trug ihn hinauf und setzte ihn in eine Ecke. Als sie aber im Bett lag, kam er gekrochen und sprach „ich bin müde, ich will schlafen so gut wie du: heb mich herauf, oder ich sags deinem Vater.“ Da ward sie erst bitterböse, holte ihn herauf und warf ihn aus allen Kräften wider die Wand, „nun wirst du Ruhe haben, du garstiger Frosch.“

Als er aber herab fiel, war er kein Frosch, sondern ein Königssohn mit schönen und freundlichen Augen. Der war nun nach ihres Vaters Willen ihr lieber Geselle und Gemahl. Da erzählte er ihr, er wäre von einer bösen Hexe verwünscht worden, und Niemand hätte ihn aus dem Brunnen erlösen können als sie allein, und morgen wollten sie zusammen in sein Reich gehen. Dann schliefen sie ein, und am andern Morgen, als die Sonne sie aufweckte, kam ein Wagen heran gefahren mit acht weißen Pferden bespannt, die hatten weiße Straußfedern auf dem Kopf, und giengen in goldenen Ketten, und hinten stand der Diener des jungen Königs, das war der treue Heinrich. Der treue Heinrich hatte sich so betrübt, als sein Herr war in einen Frosch verwandelt worden, daß er drei eiserne Bande hatte um sein Herz legen lassen, damit es ihm nicht vor Weh und Traurigkeit zerspränge. Der Wagen aber sollte den jungen König in sein Reich abholen; der treue Heinrich hob beide hinein, stellte sich wieder hinten auf und war voller Freude über die Erlösung. Und als sie ein Stück Wegs gefahren waren, hörte der Königssohn daß es hinter ihm krachte, als wäre etwas zerbrochen. Da drehte er sich um und rief

„Heinrich, der Wagen bricht.“

„Nein, Herr, der Wagen nicht,

es ist ein Band von meinem Herzen,

das da lag in großen Schmerzen,

als ihr in dem Brunnen saßt,

als ihr eine Fretsche (Frosch) wast (wart).“

Noch einmal und noch einmal krachte es auf dem Weg, und der Königssohn meinte immer der Wagen bräche, und es waren doch nur die Bande, die vom Herzen des treuen Heinrich absprangen, weil sein Herr erlöst und glücklich war.

Край